miércoles, 22 de octubre de 2008

Patético maltrato

Hoy he sido testigo de una escena que me ha sorprendido y me ha hecho pensar. Haciendo tiempo antes de una cita he entrado en un bar a tomar un café. Me lo ha servido un chico de raza negra jovencito. El hombre y la mujer al otro lado de la barra que, al entrar, he interpretado que estaban en actitud íntima o amorosa, por lo juntas que ambos tenían sus caras una frente a otra, están discutiendo agriamente. Me he sorprendido al descubrir mi error inicial de apreciación. Pero observo que, aunque discuten, no apartan ni un milímetro la cara el uno del otro. Es el hombre el que le está gritando con su cara de frente a escasamente un centímetro de la de ella. De repente oigo que le dice: "igual que te hago así -y le acaricia la mejilla- puedo hacerte así" -dándole un tortazo en la cara a la mujer con su palma abierta que ha sonado en todo el local-.
Me he alertado, poniéndome de pie. Se me ha pasado rápidamente por la cabeza encararme ante aquel bruto, intentar defenderle a ella, pero me he detenido en seco al contemplar la cara sumisa y sonriente de ella, mientras le acariciaba a él en la cara -por cierto, todavía pegada a la de ella de frente-.
La discusión ha seguido, sobre todo por parte de él, que le ha estado increpando a ella dando voces, aunque yo ya no era capaz de entender lo que le decía. Tampoco podía yo quitar mi mirada de la de ella, incapaz de comprender lo que ahi estaba pasando. Ella de vez en cuando me miraba a mí. Cada vez que lo hacía intentaba disuadir al hombre que la acompañaba para que no gritara, pero éste seguía con la misma actitud.
No había nadie más en el bar, salvo el camarero jovencito, que actuaba como si nada estuviera pasando. Bueno, nadie no, pues un niño pequeño, de unos 5 ó 6 años iba y venía dentro del bar quejándose frecuentemente ante la mujer a la que llamaba mamá, diciéndole "me aburro", "tengo frío" o "me meo, voy a mear". La mujer no le hacía ni caso, y el hombre tampoco, y el niño seguía deambulando "a su bola" como si estuviera ya acostumbrado a que no le hicieran caso.
La escena ha durado un rato más. La expresión de ella me tenía asombrado. Mientras él seguía dándole de vez en cuando tortas en la cara, pero menos fuertes que la primera, ella seguía ¿interpretando? un papel que parecia tener muy aprendido. Tan pronto le sonreía, como le miraba con cara retadora y displicente, como fijaba sus ojos en él -todavía pegado a su cara gritando- con esa mirada tan particular que ponen los enamorados y que mi madre llamaba "de carnero degollado".
En un momento dado el hombre, girándose hacia el niño que seguía protestando tras ellos y le llamaba "papá", le ha conducido hasta la cámara frigorífica del bar y le ha sacado un helado. Entonces se me han abierto de repente los ojos: ese hombre es el dueño del bar en el que está montando el numerito... De repente, me ha dado asco el café, que he dejado casi entero, y me he maldecido por haberlo pagado cuando el camarero me lo ha puesto. He cogido apresuradamente mi maletín y he salido del local a la calle... necesitaba respirar el aire frío que soplaba fuera, necesitaba decirme a mí mismo que lo que había visto no era cierto, necesitaba comprender... ¿lo incomprensible?
En la cabeza se me amontonaban preguntas sin respuesta: ¿Qué precio tiene la dignidad y la propia autoestima? ¿hasta dónde puede llegar la sumisión? ¿y la complacencia? ¿y la justificación? ¿y la dependencia? ¿los maltratadores lo son porque sí o son "animados" a serlo por la propia mujer-pareja que se "rinde" ante sus encantos de macho-bruto? ¿el maltrato aparece un día aisladamente o es una práctica que "requiere" entrenamiento y víctima vulnerable y agradecida? ¿Hasta dónde nos puede llevar el miedo?
Todavía me cuesta quitarme de la cabeza la expresión de esa mujer ante aquel energúmeno, y su mirada en la mía que parecía decirme ¿de qué te asombras?

lunes, 20 de octubre de 2008

El hombre invisible


Muchas veces de niño soñaba con ser un super héroe, a imagen de los que leía en los comics de Marvel. Tener poderes especiales con los que vencer a los "malos" y ser querido y admirado... especielmente me llamaba la atención el super-poder de la invisibilidad. Me imaginaba caminanado entre los demás sin ser visto, poder acercarme a indagar y averiguar lo que sucedía en cualquier parte camuflado en la transparencia de una no-presencia, o meterme en la habitación de aquella chica que tanto me gustaba y contemplarla sin que ella se diera cuenta, para saber de ella misma tanto que la dejara alucinada cuando habláramos la siguiente ocasión...
Pero ya de adulto, y superadas (qué pena) aquellas fantasías infantiles, me he dado cuenta de que, en cierta manera, aquellos deseos de ser invisible, se cumplen en mi vida casi a diario; e imagino que a muchas personas les pasará lo mismo que a mí. Porque me siento "invisible" demasiado a menudo.
Sentirse invisible es sentirse "no visto" por nadie; tener esa sensación de que si en un momento desaparecieras como por arte de magia, te esfumaras, nadie, a tu alrededor se daría cuenta. Esa sensación la experimento en muchos sitios, pero especialmente la vivo en el vagón de Metro en el que cada mañana y tarde me desplazo al trabajo o a casa. Miro a mi alrededor y veo personas, rostros, miradas que dejan entrever historias tristes o alegres, emocionantes o grises, atormentadas, indiferentes, preocupadas... detrás de cada una de ellas presiento una historia, una vida, unos sueños quizás ya inalcanzables, la emoción de algo nuevo o simplemente el aburrimiento de habernos rendido a una vida -la nuestra- en la que ya casi todo está escrito, predeterminado, programado... una vida sin capacidad para la sorpresa, el descubrimiento o la travesura de un deseo alcanzable y deseado.
A veces intento sostener la mirada de otra persona, preguntarle con la mía, intentar introducirme con un poquito de osadía y ternura a la vez en la suya... pero descubro que casi nadie sostiene una mirada; esquivamos la mirada del otro, por muy cerca a nosotros que esté... y en esos momentos me siento invisible, pero no cual héroe admirado en mi infancia, sólo me siento NADIE para nadie.

miércoles, 15 de octubre de 2008

que dificil es expresar lo que siento

Me ocurre tantas veces; es como si el tiempo se detuviera de repente y viera mis pensamientos escribiéndose en una hoja en blanco con soltura y determinación, a través de esas palabras que ni yo he elegido pero que mi mente me dicta. Me sucede en cualquier sitio, en el metro mientras voy o vuelvo del trabajo, paseando por la calle, en casa mientras cocino o escucho la radio, leyendo un libro y dejando volar mis ideas a la deriva de lo que cada línea me sugiere...
Y después me siento ante una hoja, o ante la pantalla de mi ordenador, y me es casi imposible "repetirme" esas líneas etéreas que mi mente ha escrito con detalle unas horas o tan sólo un momento antes. Y siento que me gustaría llevar siempre colgada al cuello una pequeña libreta, una grabadora para atrapar en el aire esas cadenas de palabras como si de mariposas se tratara.
Y me maldigo por ello, y me enfado conmigo mismo pensando que tal vez nunca pueda ver escritas con palabras esas imágenes, ideas, reflexiones o sentimientos que tan absorto me han tenido...
Envidio a las escritoras y escritores... es una sana envidia, pero ¡qué leche! les envidio, y me gustaría juguetear con las palabras como ellas-os, construir sensaciones, vivencias o imágenes tan sólo con un lápiz y un trozo de papel.

Semáforos en rojo

Hace poco cayó en mis manos un libro cuyo título me encandiló, animando mi imaginación a pensar posibilidades y acepciones distintas a esas breves palabras: "Semáforos en rojo". Sospechando que nada tenía que ver con el tráfico, me imaginaba un relato en el que las prohibiciones o las normas determinaran la vida de un personaje protagonista cuyas memorias nos ofrecía su autora, Macu Armisén.
Como suele ocurrir -y menos mal que así es- cuando te acercas con curiosidad a un libro del que no tienes más pistas que su título, me quedé impactado y "abducido" tras comenzar a leer sus primeras páginas. Y esa poderosa droga, que es la mente inquieta de un autor, me atrapó... o mejor dicho, me dejé atrapar por ella, me entregué al sosegado discurrir de sus páginas.
Es uno de los libros más atrayentes que he leído, uno de los que más me han hecho pensar, de los que me han interpelado sin violencia, con tacto, como si de un susurro se tratara.
Es posible que todos nos sintamos protagonistas de una novela cuando sus personajes nos llevan de la mano tras de ellos, o dentro de ellos, porque quizás todo lo que leemos en un libro está ya escrito antes dentro de nosotros mismos, sin palabras, sin personajes o tramas; y en un momento mágico, especial y único se nos aparece ante nuestros ojos con tan sólo mirar nuestra vida "desde fuera" o alejándonos de nuestro interior hasta sentirnos cerca, cerquísima de él, de nuestro propio yo y de las experiencias y sentimientos que recorren el largo o corto pasillo de nuestra existencia.
¿Cuántas veces nos hemos sentido tentados a "saltarnos" un semáforo en rojo? Es la pregunta que nos plantea Macu, su autora, utilizando esta señal luminosa universalmente conocida como metáfora de las encrucijadas que hemos atravesado en nuestra vida de forma inconsciente o -lo que es más osado- voluntariamente.
¿O por qué nos paramos ante aquel semáforo en rojo que tuvimos ocasión de burlar? Yo me he sentido Catalina, su protagonista, he deseado en no pocos momentos del libro serlo, he soñado volver a aquellos puntos de mi vida en los que me detuve ante la luz roja de mis propios semáforos... pero -y quizás éste sea el mejor colofón de esta pequeña novela- es posible que, a pesar del camino andado, del tiempo esperado, de las pérdidas atesoradas... todavía pueda saltar quién sabe si mi último semáforo en rojo para ser de una vez yo mismo.