Voy a llamarle Lidia, aunque ese no sea su nombre real. Creo que el nombre no es lo importante. Seguramente casi todos podríamos poner a la protagonista de esta historia un nombre de alguien que conocemos y que, en mayor o menor medida, habrá pasado por circunstancias parecidas.
Pues bien, Lidia es una chica joven, de treinta y pocos años, recientemente divorciada y sin hijos. Además de buena persona, que lo es, es una buena trabajadora, comprometida con lo que hace, ilusionada e ilusionante, amable y cariñosa, seria con sus responsabilidades. Lo digo porque tuve la suerte de conocerla como compañera de trabajo durante algún tiempo, antes de que le comunicaran, tras dos años de trabajo, que su contrato había finalizado y no se lo renovaban “por problemas económicos” en la entidad. Más o menos lo mismo que tantos hemos oído en alguna ocasión, y que no es más que el deseo encubierto de tu o tus jefes de “quitársete de encima” evitando decir que lo que no quieren es “seguir viéndote”. Después pude comprobar por mí mismo que esa supuesta razón económica o de falta de presupuesto era una “milonga”, pues, al poco tiempo de echarle, la entidad contrató a otra persona para cubrir su puesto.
¿Su defecto o fallo? Seguramente el ser ella misma, el “ir de frente” y decir las cosas como ella las veía. Ello y el contraste que ante las demás compañeras suponía su forma de ser, su amabilidad, cariño y belleza (sobre todo interior), su espontaneidad y ese toque de “ingenuidad” que tienen las personas buenas y sin dobleces. A ello habría que sumarle el acoso sistemático de una compañera en especial. Pero no un acoso directo o manifiesto, si no camuflado y a la espalda. Porque esta “compañera” ya llevaba tiempo dedicándose a desprestigiarla y acusarla ante la jefa por detrás, inventándose numerosas “dejaciones” y faltas que, por otra parte, la jefa admitió como ciertas sin contrastarlas ni con Lidia ni con compañero/a alguno/a.
Y al final venció la maldad y la traición, como ocurre tantas veces. Pero lo más triste de la situación fue que el resto de compañeras, a las que ella apreciaba tanto, y de las que también recibía muestras de cariño, prefirieron “mirar hacia otro lado” cuando echaron a su compañera, la de contrato temporal. Ni una sola de ellas cuestionó esa decisión o la defendió ante la jefa, no fuera a ser que cualquiera de ellas se convirtiera en “objetivo” del poder de la jefa o de los chismes de la “chivata”. Y ello aunque la mayor parte de ellas tienen contrato fijo indefinido de suficiente antigüedad como para que cualquier jefe se plantee el coste de prescindir de cualquiera de ellas....
Y hasta aquí la primera parte de la historia. Porque tras este despido, Lidia pasó 12 meses “en la calle” buscando con insistencia otro empleo que le permitiera defender la independencia que había estrenado hacía poco, y que suponía tener que hacer frente ella sola a los gastos de una casa, su manutención y lo que dan en llamar un mínimo de dignidad.
Cuando la prestación por desempleo casi había llegado a su fin encontró un nuevo trabajo en una conocida cadena de perfumerías... ¿qué leche? Voy a decir su nombre: “Bodybell”. Aquí le prometieron la posibilidad de promoción en la empresa, la formación, y un largo etc. del que se valen este tipo de negocios para sembrar la ilusión en la recién incorporada. Jornada partida, mañana y tarde; trabajo también los sábados mañana y tarde (en un principio le dijeron que sería rotatorio, y al poco comprobó que era obligatorio e inevitable). Le indicaron que desempeñaría diferentes funciones en la tienda y desde el principio la “amarraron” a la Caja, dado que se manejaba bien con ella por haber sido Cajera en un empleo anterior... Había incluso una prima mensual de 100 euros por asistencia y otra del mismo importe por cumplimiento de objetivos, por lo que albergó la ilusión de poder llegar ... ¡a los 900 euros mensuales!... todo un logro que le permitiría cubrir, aunque fuera de forma justa, los gastos del piso y de su independencia.
Pero, como ya imaginaremos por el devenir de esta historia y el título que le he puesto, nada de lo inicialmente planteado se cumplió en la realidad, y más allá de ello, en los días sucesivos a su incorporación fue descubriendo la letra “no escrita” de ese empleo al que se había incorporado con tanta ilusión: No podía ausentarse nunca de la caja, en un mostrador que le quedaba, dada su altura, muy por debajo de lo recomendable para mantener la espalda sin fatiga; no podía sentarse nunca, ni tener ni siquiera un algo donde poder apoyar alternativamente cada pie, como se recomienda hacer en este tipo de situaciones; tampoco podía tener un pequeño botellín de agua bajo el mostrador para aliviar su sed, ni nada que echarse a la boca para calmar el hambre en un momento de relajo sin clientes; para todo tenía que pedir el “permiso” de su encargado, que consideraba si se lo daba en ese momento o no; los servicios eran viejos y nauseabundos, con filtraciones, malos olores, derrame de agua fecal en ocasiones y un interruptor de la luz destrozado que exhibía los cables pelados. Y aunque las empleadas habían demandado que lo arreglase la empresa, ésta hacía oídos sordos y así seguía contraviniendo lo que dicta la correcta implementación de un mínimo plan de seguridad e higiene en el local de trabajo. El “vestuario” era un angosto pasillo de entrada a la zona de servicios, que además hacía las veces de almacén, sin espacio ni condiciones. Las empleadas –consejera de tienda, dependientas y cajera- tenían que hacerse cargo cada día de la limpieza de toda la tienda, incluidos los servicios, salir del trabajo cada día todas juntas, junto a su jefe, aunque eso les supusiera salir 15 ó 20 minutos más tarde de la hora de finalización de su jornada laboral.
A ello hay que añadir la “cultura” de la propia empresa, que ésta iba inculcando machaconamente a las empeladas día a día, especialmente con las novatas recién incorporadas. Siempre bajo la estricta y vigilante mirada de su encargado, quien les corregía una y otra vez cada frase o gesto que hicieran con los clientes; había una forma “exacta” de pedir la tarjeta de crédito para el pago, de preguntar si el cliente tenía o no la tarjeta promocional de la cadena, de “ofrecer” el objetivo del día (que había que cumplir estrictamente, aunque supusiera ofrecer balletas de cocina a un jubilado, o espuma de afeitar a una chica joven). Nada quedaba a expensas del buen hacer de la trabajadora. Todo tenía su rito y discurso exacto y medido. No hacerlo así una sola vez suponía el inmediato apercibimiento del encargado.
El “etcétera” a sumar a lo dicho es largo y resultaría tedioso y hasta irritante escribirlo. En tales condiciones de “trabajo”, es claro el deterioro físico y mental que supone enfrentar cada día una larga jornada en esas condiciones.
Pero vamos con Lidia. Ella aguantó con coraje el primer mes, descubriendo las “sorpresas” de la cadena, de las que nada le habían dicho en la entrevista previa a su incorporación. Su familia y amigos le escuchábamos y animábamos a seguir, a no dar importancia a cosas que, interiormente, todos sabíamos que la tenían. Pero ella necesitaba ese trabajo, no podía ir al paro de nuevo. Es la ley de la supervivencia en la que todos/as vivimos y casi todos han asumido como “normal”.
Lidia aguantó el primero, el segundo, el tercer mes. Es cierto que cada vez la veíamos más desanimada, más agotada, más quemada física y mentalmente. Descubrió preguntando, tras dos nóminas sin ella, que el plus de 100 euros de cumplimiento de objetivo no tenía que ver con objetivos personales, si no con el objetivo de ventas de la tienda. Esa prima se pagaba a todas (qué “detalle” por parte de la empresa...) si se superaba el “record” de ventas registrado cada mes. Podéis imaginar lo deprimente que supone saber que, como en el atletismo, se trata de batir una marca mundial u olímpica, que supone más una excepción que una norma. Hay que vender más en el mes actual que en el anterior sea el que sea el condicionante: días de menos gente, más crisis, mal tiempo... sin que eso dependa de lo que una misma haga o deje de hacer en el espacio limitado de la tienda. El resultado se lo comunicaron pronto sus compañeras: esa prima era casi inexistente, pues se cobraba en raras ocasiones.
La otra prima de asistencia se pagaba cuando no faltabas nunca en el mes, aunque tuvieras una cita médica inexcusable e imposible de colocar en horario no laboral, aunque se te muriera el familiar más próximo... se trataba de acudir todos los días... aunque fuera con fiebre y gateando. Entonces era cuando se cobraba.
He de reconocer la fortaleza de Lidia que a todos nos sorprendió, pues esa prima la cobró todos los meses de su contrato, salvo el último. Y es que, como todos nos temíamos, la cuerda de su salud acabó rompiéndose. Había empezado el mes de octubre. Su contrato de seis meses acababa a principios de noviembre. Ella, aunque profundamente decepcionada por un trabajo alienante y absorbente, albergaba abiertamente la esperanza de que se lo renovaran, pues lo necesitaba. Pero un día, a mitad de mañana en la caja de la tienda, sufrió un ataque de lumbalgia que la “dobló” literalmente. Tras ir al médico comprobó que la lumbalgia se había “aliado” con la ciática y le esperaba una larga baja y recuperación. Y aunque ella quiso incorporarse en la tercera semana de baja, el médico se lo negó, porque si lo hacía la recaída sería peor incluso que la dolencia de la que con reposo y medicación intentaba recuperarse. Ella, consciente de la situación en la que estaba, optó finalmente por pedir ella misma el alta y reincorporarse. Pero, como temíamos los que estamos más cerca de ella, a los pocos días de su vuelta recibió la noticia de un “jefe de zona”, que se personó en la tienda para informarle, de manera aséptica e hipócritamente agradable, que la empresa había tomado la decisión de no renovar su contrato por motivos “de restructuración de plantilla”, dados los “malos tiempos” que imperaban. Ella, de forma entera y digna, le pidió al tal feje que, mirándole a los ojos, le dijera que su baja no había influido en esa decisión, a lo que este, sin mirarle, le aseguró que obviamente no era así, que eran decisiones de la empresa “ajenas a situaciones personales”.
Lidia, de nuevo, está en el paro; esta vez sin derecho a prestación. Ya la agotó toda el año que estuvo en el paro antes del último contrato. Tampoco tiene derecho a subsidio porque, con su edad, no tiene familiares a su cargo. Se enfrenta ella sola a un futuro desalentador y oscuro. Sabe que con lo que tiene ahorrado, no va a poder mantenerse más allá de seis meses... y si ese momento llega sin haber encontrado otro trabajo, significará un cambio duro y radical en su vida. Perderá su independencia, por la que tanto ha luchado. Pero también perderá –si no lo ha hecho ya- su dignidad; aquel fino hilo que en ocasiones, nos sostiene y aleja del desastre, de la desesperanza, de la autoestima. A su lado estamos quienes le queremos. Para nosotros ella ES IMPORTANTE, porque es persona, una gran persona; alguien que nos ha acompañado, nos ha ayudado y nos ha hecho crecer como seres humanos. Pero eso debe ser un “valor menor” en esta sociedad que hemos creado.
Me niego a doblegarme al imperativo del “utilitarismo” al que tantas personas –buenas personas y buenas trabajadoras- se enfrentan cada día. He sentido el anhelo de narrar esta historia, de “dejarla caer” en este rinconcico anónimo de la red; quizás, ¿quién sabe? para compartirla con quien la quiera leer; quizás buscando para ella, para Lidia, la “redención” que le han negado injustamente... Quizás porque me siento mal, triste, airado con esta sociedad que mercantiliza a las personas, las usa y las tira a su antojo, o simplemente, porque no responden al perfil dominante de la sumisión y la hipocresía.
Va por ti, Lidia, y por tantas lidias anónimas, que cual flores silvestres, son arrancadas, dispuestas para su exhibición o deleite y después tiradas cuando, ya sin sus raíces, empiezan a combarse bajo el peso de la explotación.